La más requerida del burdel había
muerto esa mañana de domingo. El pueblo que no faltaba jamás a misa estaba
allí/ congregado frente al Señor.
Sus compañeras marcharon juntas
hacia la puerta de la iglesia y esperaron a que los hombres del pueblo salieran/
para pregonarles de viva voz / que la Carmela había muerto. Las esposas quedaron
estaqueadas/ incómodas/ con el brazo doblado pero vacío mientras ellos corrían
a ver como la muerta se les iba.
Los perros se rascaban las pulgas o
apoyaban sus hocicos entre las patas/ adormecidos y sumisos frente a la puerta
rosa. El pueblo había quedado vacío.
El lunes/ al cortejo/ se unieron en
larga fila los santos de las estampitas que convivían en su cuarto/ después/ sus
compañeras/ los hombres/ el boticario
-su mejor cliente- y por último los perros / conocedores del atajo que las
noches escondían.
En la frescura interior de las
casas quedaron apoltronadas las esposas legales y sus hijos junto a los viejos
que ya no mordían.